Se equivocan quienes crean ver en la isla de Zanzíbar solo una perla exótica, ave del paraíso submarinista y balneario en la diadema cromática del África ecuatorial. Zanzíbar siempre resurge de las cenizas que el turismo de sol y playa deja, lo mismo que sobrevivió a otras invasiones coloniales. Ya hemos hablado sobre la magestuosa isla de Zanzibar , hoy la descubriremos en profundidad
No en vano, desde el siglo XII la isla acompañó su desarrollo no solo con el desembarco de comerciantes árabes sino además con el de shizaris persas que le dieron nombre, acuñando llaves maestras para el comercio entre la península Arábiga y el continente negro. Poco valoró la invasión portuguesa del siglo XV el esplendor artístico ganado por su ciudad estado, por aquellas fechas. Pero se recuperó con el establecimiento en ella del sultán de Mascate, hacia 1830, fecha a partir de la cual se intensificó, eso sí, el tráfico de esclavos, hasta su abolición en 1873, once años después de que el citado sultán omaní fundara Dar es Salaam en la actual Tanzania.
Y si finalmente la ínsula dio su brazo a torcer frente al colonialismo europeo del siglo XIX, fue para convertirse en protectorado británico mejor que en territorio de ultramar germano, hasta ganar su independencia efectiva en 1964 y unir su destino al de Tanzania, cuando dejó de llamarse Tanganica. Desde entonces, se supo que sus genuinas etnias wapeba, watumbatu y wahadimu se dedicaban secularmente a la pesca y agricultura, que no al comercio. Y que sus pescadores nativos habían sido los primeros en comer excelente marisco en sus bellas playas de la costa este, al ritmo de las orquestas taarab que a la isla le ponen crisol de música árabe, india y swahili.
Para entender la idiosincrasia de Zanzíbar, no obstante, ha de considerarse la vegetación de Madagascar y de india que también tomó posesión de su suelo, amén de los cocoteros y el resto de follaje subtropical que otorgan densidad a la acuarela verde de sus selvas, frecuentadas por el mono colobo rojo, el de Syke, el antílope suní, la mangosta e incluso el leopardo. Porque la famosa Ciudad de Piedra que otorga patrimonio arquitectónico a la isla, con sus celosías, arcadas árabes y callejuelas, bazares y mezquitas, tampoco se sustrae a los tentáculos del reino vegetal que la domina.
Callejuela adentro, entre construcciones portuarias de coral, la Ciudad de Piedra deja ver en la capital homónima de Zanzíbar los Baños de Hamamuri, las mezuitas del Aga Khan y Malindi, la casa de Livingstone, el fuerte, el museo Nacional, palacio del Sultán convertido en palacio del Pueblo y la mansión de las Maravillas, célebre por sus puertas labradas en teca, santo y seña artesanal de la isla más allá de increíbles mercados. Y es que en Zanzíbar cada puerta es una llamada a la sorpresa. Las hay que dan al bosque Jozani, reserva natural de esencias para el lugareño. A Kizimkazi, muelle del que parten los avistamientos de delfines. A las aldeas norteñas de Mkotoni y Nungwi, donde los pescadores construyen sus embarcaciones dhows, a la vista de submarinistas fascinados con su litoral, el de la cercana ínsula de Pemba con sus atunes y tiburones, el de Chumbre y el de Mafia, primer parque marino de arrecifes en Tanzania.